Muchas gracias, alcalde,
por estas palabras. Y muchas gracias, vecinos de Monleras, por la atención que
me prestáis. Quisiera estar yo a la altura de vuestros oídos y más querría
verme en la grada, escuchando a otro, que en el escenario oyéndome a mí, pero
os puedo asegurar que esta disposición, allá vosotros y aquí yo, es obra y
gracia de un alcalde que se mostró tan persuasivo que no pude negarme. Tuve mis
dudas, lo confieso, pero cuando me ofreció quitarme la contribución de la luz y
del agua durante los próximos diez años, reconozco que fui ganando confianza en
mi labor de pregonero y acabé por aceptar.
Lo cierto es que hace
quince días yo estaba en Babia. En Babia y pescando truchas, que es otra manera
de agrandar la ausencia. Aparte de un estado mental que cultivo de forma
espontánea, estar en Babia es estar en un valle al norte de León, el pequeño
país del que yo provengo. Y estando allí perdido en mis cosas, llegó por el
teléfono la voz que me traía de nuevo del sueño a la realidad para proponerme
que hiciera de embajador de la fiesta. Os aseguro que esa tarde, con el eco del
encargo, pesqué peor. Pero si algo enseña la pesca a mosca es a crecerse en las
dificultades y yo, después de un rato de atender más al pensamiento que al
señuelo que hacía bailar sobre el agua, acabé por comprender que esta
invitación era también una oportunidad de devolver a Monleras lo que Monleras
me ha dado a mí tan generosamente durante unos cuantos años ya: la pertenencia
a una comunidad que no era la mía, con lo que eso implica de gratitud y de
deuda que pide renovarse.
De manera que, pescando,
recordé mi primer viaje a este pueblo, otro mes de agosto, hace nada menos que
veintisiete años. Aquel verano de 1995, podéis creerlo, yo tuve la impresión de
que llegaba a un lugar poco común. A los que nos gusta fabular nos han gustado
previamente las fábulas y oyendo a Elena, a la que había conocido en la
biblioteca donde trabajo en Madrid, ya había echado yo a volar la imaginación
al encuentro de un pueblo que, por lo que ella contaba, era una suerte de
república desenfadada y hacendosa en la que los vecinos hacían trabajos en
comunidad. La oí hablar de este anfiteatro y del atrio de la iglesia, dos
escenarios que habían convocado las voluntades de sus paisanos en un esfuerzo
común. Y ya quería yo ver aquellas arquitecturas laicas y religiosas que
aunaban los esfuerzos de un pueblo. Cuando llegué aquel agosto, después de las
fiestas, tuve ocasión de agacharme sobre el atrio y de confirmar que nada se logra
sin esfuerzo –eso podía suponerlo–, pero descubrí también que en Monleras, el
trabajo de poner rollos iba de la mano del buen arte que a mí me faltaba para
hacerlo. Nada grave, de todos modos. Las dificultades se allanaban con el buen
humor que lo contagiaba todo. Con eso y con el almuerzo que la buena señora que
acabaría siendo mi suegra, me refiero a Juliana, nos traía para que el oficio
fuera no solo llevadero sino hasta saludable. Lo digo porque el tocino era de
casa.
El ocio que Elena
describía en Madrid cuando hablaba de su pueblo era igualmente singular, nada
acomodaticio. Escuchándola advertí que en Monleras también se trabajaba para
divertirse. Mencionaba ella un festival de teatro en una población de apenas doscientos
vecinos. Y revivía las alegres tribulaciones de un grupo que tenía ya su peso y su experiencia. En Monleras, me enteré
entonces, se había oído la voz de Lauro Olmo y de Miguel Hernández. Y con el
tiempo iba a escucharse la de Cervantes y la de Federico García Lorca, todas por
boca de sus vecinos. Admirable. Diré que con más seguridad de la que tuve a la
hora de poner unos rollos en el atrio, aquel verano participé en la sección de
efectos especiales correspondientes a la representación de Bodas de sangre. Sí, amigos, yo fui entre bambalinas el relincho
algo destemplado de un caballo en una escena, y en otra, con la ayuda de dos
cáscaras de coco, volví al terreno animal para fingir el alejamiento de la
misma bestia en un galope muy medido la noche del estreno, sobre este mismo escenario.
La obra mereció algún premio pero, a
pesar del realismo con que produje aquella carrera equina con la pobre
industria de dos cocos, no hubo nominaciones en mi categoría artística y acabé
abandonando las tablas para dedicarme al cuento, donde me ha ido, si no me
engaño, algo mejor.
En fin, por si aquellas
bondades que en palabras de Elena aunaban armonía vecinal y divertimento,
empeños colectivos y una rara vocación por la cultura fueran pocas, supe pronto
que Monleras se alzaba al lado de un embalse lleno de peces que yo aún no había
tentado, pero a los que presentía debatiéndose al extremo del sedal. Ya os lo
podéis figurar: llegué aquel remoto verano de 1995 y aquí sigo.
Para alguien como yo, que
identifica el equilibrio emocional con la naturaleza, para alguien que había
crecido entre montes y que a medida que se distanciaba de los montes iba asumiendo
que la vida razonable les pertenecía, para alguien que encontraba en esos
presentimientos la confirmación que le proporcionaba leer a Miguel Delibes o a Miguel
Torga, dos escritores que hablaban por las almas campesinas y defendían una
dignidad esencial que a mí me parecía más socavada en las ciudades que en el
campo, nada resultó tan natural como entenderse en Madrid con un alma que compartía
las mismas aprensiones. Elena y Monleras, siempre en su voz, llegaron de la
mano y yo tardé poco en saber que quería ser parte del mismo discurso, otra
voz, que se sumara a las demás voces de aquel pueblo que resonó siempre en mis
oídos, desde nuestras primeras conversaciones en la biblioteca.
Las virtudes que yo aprecié
en los vecinos de Monleras en mi primera visita –cordialidad y bonhomía, laboriosidad
y sensatez– se vieron afianzadas en la gran familia que me correspondió en
suerte. En casa de Juanito y Juliana yo fui uno más, que es la mejor manera de
ser de una casa. Y lo fui desde que puse el pie dentro por vez primera. No os
podéis imaginar cuánto me gustaba aquel barullo tan bien concertado de la mesa
llena de gente. Pero, entre tanta boca parlanchina, entre tantas atenciones
dispersas que, increíblemente, no se desentendían de ninguna faceta de la
conversación –y en esto Juliana era ejemplar, que podía replicar desde la
cocina a lo que se trataba en el comedor–, no se descuidaba la atención al forastero.
Jamás me sentí yo abandonado en medio del bullicio. Y os contaré otro milagro
de la abundancia: nunca faltaba ración para el último que llegara, por más que
el último fueran varios y apareciesen a la hora crítica en la que ya estaba
hecha la comida. Ocurría muchas veces y siempre se resolvía la necesidad sin
sofoco alguno, con la animación de quien aumenta la fiesta con nuevas
incorporaciones bienvenidas a cualquier hora.
Claro que disponer de una
familia tan hospitalaria y tan hacendosa tenía sus riesgos. El mayor que yo
pude comprobar fue siempre la inmediatez: si uno necesitaba algo, era mejor
pedirlo cuando menos le perjudicara la función de tenerlo que resolver. Digamos
que lo recomendable era evitar la hora de la siesta, eludir cualquier momento de
reposo o de simple desgana. La pereza era un bien desconocido en aquella casa. Algún
agotamiento sobrevenido pagué yo por no haber entendido a tiempo que el
principio orientador en la vida de los Curujaos, sobre todo en la del titular
del apellido, era un “dicho y hecho” que habría debido figurar inscrito en
algún relieve sobre el umbral de la puerta, al menos para orientar a los de
fuera. Juanito era acaso el practicante más riguroso de esta inquietud pero la
laboriosidad, ejercida según el talante de cada uno, es una condición destacada
en mi familia política de la que, me atrevo a decir, salimos beneficiados no
solo los allegados sino el pueblo entero de Monleras. Y una labor de
generaciones: la abuela Regina, con su paciencia para tejer, dejó un legado de
monederos por el pueblo además de una lección de cómo emplear sabiamente el
tiempo, costuras de lunes a sábados y lectura los domingos. Y Mari Nieves
aprovechó el confinamiento forzado por la COVID para dibujar todas las casas de
Monleras. Me parece difícil hallar mejor ilustración a la manera de emplear
bienaventuradamente las horas, por no decir la vida, que esta de afanarse en
tareas que acaban siendo una obra afortunada para los demás. Me atrevo a decir
también que esa fue la lección más valiosa que Juliana y Juanito impartieron en
su casa, siempre abierta, como el taller que le servía de entrada. La misma
actitud prolongaron en su escuela porque de aquel recinto acertó a salir una
enseñanza que, no creo equivocarme, inspiraba una manera de estar en este mundo
que han asumido no pocos de los que fueron sus alumnos en Monleras. Después de
haber conocido a aquel matrimonio de maestros, su disponibilidad sin horario y
su humildad extrema, entiende uno mejor por qué este pueblo no se parece a tantos
otros: tampoco sus maestros eran corrientes. Además de Matemáticas y Lengua,
enseñaron a muchos niños a ser y en
castellano no hace falta añadir nada al verbo para que decir solo ser, sea
decir serlo todo.
De manera que yo vine a
Monleras para quedarme porque el pueblo me ofrecía lo que uno había buscado
siempre, y además lo entregaba con una puntualidad y un desinterés que ahorraba
las ceremonias de tenerlo que pedir. Con toda llaneza se me ponía delante un
modelo de vida que se conciliaba con mi pasado también rural, pero que aquí era
más festivo; ante mis ojos se desplegaba un paisaje humanizado y afable, un
lugar donde conservar una aspiración que me ha acompañado siempre, la de no
vivir desentendido de la naturaleza ni de los hombres. En la conversación con
los vecinos y en las charlas con los nuevos amigos afloraba un sentido común
que para mí era un referente vital, una huella que yo advertía muy diluida en
la gran ciudad donde aún trabajo. Monleras surgió sencillamente como un destino
en el que supe que podría hacerme mejor persona, un lugar al que siempre querría
volver, un territorio moral en el que reflejarme porque tanto la numerosa
familia que me recibió como el pueblo donde había empezado a tener casa eran un
mismo espacio apaciguador, un enclave seguro donde uno podía llevar una
existencia libre y al mismo tiempo comprometida con el entorno. Una vida en la
que uno podía hacer algo por su lugar y hacerlo disfrutando. Una manera, en
suma, honrosa y auténtica de ser feliz.
Eso pensaba hace unos días
mientras pescaba embaído. Y decir embaído es una manera de ahondar en la
condición de sentirme de este pueblo. Mejor embaído que embobado. Desde que oí
esa palabra, la hice mía, la pronuncio y la escribo. Y con ese recreo, me siento
más vinculado a Monleras porque de aquí me llegó esta manera de describir el
pasmo y la inopia, esa beatitud de estar distraído donde uno quiere. El
lenguaje es un vínculo con la tierra, quiero decir con la tierra que durante
siglos ha ido amasando un lenguaje propio y dándole forma e intención. También
es una manera de relacionarse con la realidad. Esto se lo digo especialmente a
los jóvenes, que acaso no se hayan percatado de que la identidad pasa también
por la manera en la que uno se expresa. Escuchad cómo hablan vuestros mayores;
vedlos callar, que es uno de los lenguajes más olvidados y más expresivos que
existen en medio de este mundo lleno de ruido. Sed diversos, como lo es
Monleras: no digáis que la plaza hoy está a tope; la plaza está llena a
cogüelmo; no expliquéis que se os metió una espiga en el calcetín; dejad
las espigas para Tiago el panadero, que sabe bien qué hacer con ellas, y decid
que venís llenos de zarajuelles; no tengáis frío, que eso lo tiene
cualquiera, vosotros estad engarañaos; no deis la charleta, ni palique,
ni mucho menos la chapa, haced mejor caraba, que es el arte de acompañar
con buena conversación y hasta en silencio. Hablando así llegareis a viejos con
toda propiedad, porque esa lengua precisa y asentada por muchas generaciones
siempre os ofrecerá, cuando la uséis, un tiempo más dilatado que el vuestro,
que el nuestro, que el de cada uno. La lengua es más longeva que la vida. Y si
en tiempos como los actuales, de hipercorrección en cada gesto, alguno cree que
recurrir a las expresiones que toda la vida se usaron en el pueblo es una
traición a lo moderno –que, por lo visto, es lo que impera como valor supremo–,
reparad en lo siguiente: en cuestiones de género, esa reclamación actualísima
de los derechos individuales, Monleras lleva tiempo obrando de forma colectiva
y reflejándolo en su manera de hablar. Fijaos: aquí, como en todas partes,
tenemos encinas pero, con algo menos de lustre, también brotan encinos;
y a las cortinas les hemos opuesto humildes cortinos; y la patata esencial halla un singular
consuelo en el patato, más ruin de aspecto, pero capaz de
engrandecer cualquier ensaladilla. No dudéis, jóvenes, que el femenino se lleva
la mejor parte en estas parejas, al menos la más vistosa. Que otros luchen por alcanzar
la paridad. En cuestiones de lenguaje, en Monleras llevamos décadas con esa
igualdad resuelta.
A mí me gusta mucho decir
por ahí adelante algunas de estas palabras nuestras. Siempre se reciben con
sorpresa, a veces incluso con admiración porque revelan matices que no es posible
expresar mejor con menos letras. Ya que hoy se me invita a hablar, os diré cuál
es mi palabra favorita de las que aprendí en Monleras: Entrequedente. Debería
aceptarla el colegio de médicos como diagnóstico porque no se puede describir
con más rigor un estado vital cuya condición es, precisamente, la falta de
síntomas precisos. Un si es no es bueno pero no del todo, un parece que quiero
ponerme malo pero no acabo, un no sé qué tengo pero algo tengo. Incluso, aunque
esto igual ya es cosa mía, entrequedente, trasplantado al ánimo, sería
la ilustración más breve posible de esos estados tan difíciles de describir, esos
desasosiegos inaprensibles, esa indecisión entre caprichosa y complacida, ese
vago descontento que tantas veces nos complica la existencia porque no lo sabemos
descifrar. Mi sueño sería poder pronunciar esta palabra en medio de una gran
reunión, en un congreso, por ejemplo de filólogos, uno de esos cónclaves
sesudos donde uno piensa que cuánto mejor estaría lejos de allí pescando truchas.
Y que alguien me preguntara qué me parece lo que con tanto ardor se argumenta,
o mejor incluso, que pasaran lista para poder levantarme tras haber oído
nombrar “don Pablo Andrés Escapa”, y responder con voz serena: ¡entrequedente!
Unas palabras llevan a
otras, sobre todo a los que aspiramos a juntarlas de una manera que no resulte
convencional. Y cuando hace unos días repasaba junto al río mi lejana llegada a
Monleras, recordé que en mi boda, que celebramos aquí, ya hubo palabras que
acabarían siendo parte de la memoria no solo mía sino de la de cuantos vinieron
de León para acompañarme. Hubo entonces un envite coral que acabó dando la
medida de este pueblo a los que venían de fuera. Con el regocijo de rigor se
gritó muchas veces “¡vivan los novios!”, como en cualquier parte. Pero aquello parecía
una disculpa para llegar a la coda que completaba la exaltación de los recién
casados con un “¡y viva el acompañamiento!”. Os puedo asegurar que todos los de
León regresaron aquel día con aquella voz vibrante en los oídos, con aquella aclamación
que les tenía en cuenta y celebraba su presencia fuera de sus casas. No
estábamos acostumbrados a tanta cortesía. En la cuenca minera donde yo crecí
los alardes para saludar a los recién casados resultaron siempre algo más
fieros. La voz habitual era un insistente “¡que se besen los novios!”, resuelto
en aplausos cuando la pareja, por fin, cedía al ruego. Luego, a cierta altura
del banquete, la invocación se hacía más universal, como aquí, abandonaba el
ámbito del matrimonio, también como aquí, pero desembocaba en una solución
menos colectiva: “¡que se besen los camareros!”
Termino. Y quiero hacerlo
con una apelación a las fiestas que están a punto de empezar. En el ocio, como
en el trabajo, como en la lengua que nos dice, se conoce a un pueblo. Tenemos
la suerte de pertenecer a uno que se distingue por su capacidad de integrar, de
ofrecer cultura como parte de la diversión, de cultivar una convivencia poco
habitual; un pueblo que parece más consciente que otros de su memoria colectiva,
una comunidad que se sabe heredera de una disposición a colaborar con el vecino
que se diría espontánea, y de unos modales cívicos que también resultan naturales
a quien los descubre por primera vez. Pero nada de lo dicho se improvisa. Sin
voluntad de conservar esa herencia tan esforzada, sin el empeño individual para
hacerla durar, todo lo recibido resulta frágil. Conservemos ese patrimonio. Prolonguémoslo.
Disfrutemos sin traicionar lo que con tanto esmero ha llegado hasta nosotros. Divirtámonos
con educación y buen humor, participemos en la fiesta sin excluir a nadie.
Seamos, también al festejar, ese pueblo que no se parece a tantos otros porque
se sabe deudor de unas maneras afinadas por el tiempo. Y son buenas maneras. Seamos,
como siempre, lo mejor que sabemos ser.
¡viva
monleras! y ¡viva el acompañamiento!