sábado, 13 de agosto de 2022

Pregón de las fiestas de Monleras 2022, pronunciado por Pablo Andrés Escapa



 Monleras, 12 de agosto, 2022

 

Muchas gracias, alcalde, por estas palabras. Y muchas gracias, vecinos de Monleras, por la atención que me prestáis. Quisiera estar yo a la altura de vuestros oídos y más querría verme en la grada, escuchando a otro, que en el escenario oyéndome a mí, pero os puedo asegurar que esta disposición, allá vosotros y aquí yo, es obra y gracia de un alcalde que se mostró tan persuasivo que no pude negarme. Tuve mis dudas, lo confieso, pero cuando me ofreció quitarme la contribución de la luz y del agua durante los próximos diez años, reconozco que fui ganando confianza en mi labor de pregonero y acabé por aceptar.

 

Lo cierto es que hace quince días yo estaba en Babia. En Babia y pescando truchas, que es otra manera de agrandar la ausencia. Aparte de un estado mental que cultivo de forma espontánea, estar en Babia es estar en un valle al norte de León, el pequeño país del que yo provengo. Y estando allí perdido en mis cosas, llegó por el teléfono la voz que me traía de nuevo del sueño a la realidad para proponerme que hiciera de embajador de la fiesta. Os aseguro que esa tarde, con el eco del encargo, pesqué peor. Pero si algo enseña la pesca a mosca es a crecerse en las dificultades y yo, después de un rato de atender más al pensamiento que al señuelo que hacía bailar sobre el agua, acabé por comprender que esta invitación era también una oportunidad de devolver a Monleras lo que Monleras me ha dado a mí tan generosamente durante unos cuantos años ya: la pertenencia a una comunidad que no era la mía, con lo que eso implica de gratitud y de deuda que pide renovarse.

 

De manera que, pescando, recordé mi primer viaje a este pueblo, otro mes de agosto, hace nada menos que veintisiete años. Aquel verano de 1995, podéis creerlo, yo tuve la impresión de que llegaba a un lugar poco común. A los que nos gusta fabular nos han gustado previamente las fábulas y oyendo a Elena, a la que había conocido en la biblioteca donde trabajo en Madrid, ya había echado yo a volar la imaginación al encuentro de un pueblo que, por lo que ella contaba, era una suerte de república desenfadada y hacendosa en la que los vecinos hacían trabajos en comunidad. La oí hablar de este anfiteatro y del atrio de la iglesia, dos escenarios que habían convocado las voluntades de sus paisanos en un esfuerzo común. Y ya quería yo ver aquellas arquitecturas laicas y religiosas que aunaban los esfuerzos de un pueblo. Cuando llegué aquel agosto, después de las fiestas, tuve ocasión de agacharme sobre el atrio y de confirmar que nada se logra sin esfuerzo –eso podía suponerlo–, pero descubrí también que en Monleras, el trabajo de poner rollos iba de la mano del buen arte que a mí me faltaba para hacerlo. Nada grave, de todos modos. Las dificultades se allanaban con el buen humor que lo contagiaba todo. Con eso y con el almuerzo que la buena señora que acabaría siendo mi suegra, me refiero a Juliana, nos traía para que el oficio fuera no solo llevadero sino hasta saludable. Lo digo porque el tocino era de casa.

 

El ocio que Elena describía en Madrid cuando hablaba de su pueblo era igualmente singular, nada acomodaticio. Escuchándola advertí que en Monleras también se trabajaba para divertirse. Mencionaba ella un festival de teatro en una población de apenas doscientos vecinos. Y revivía las alegres tribulaciones de un grupo que tenía ya su peso y su experiencia. En Monleras, me enteré entonces, se había oído la voz de Lauro Olmo y de Miguel Hernández. Y con el tiempo iba a escucharse la de Cervantes y la de Federico García Lorca, todas por boca de sus vecinos. Admirable. Diré que con más seguridad de la que tuve a la hora de poner unos rollos en el atrio, aquel verano participé en la sección de efectos especiales correspondientes a la representación de Bodas de sangre. Sí, amigos, yo fui entre bambalinas el relincho algo destemplado de un caballo en una escena, y en otra, con la ayuda de dos cáscaras de coco, volví al terreno animal para fingir el alejamiento de la misma bestia en un galope muy medido la noche del estreno, sobre este mismo escenario. La obra mereció algún premio pero, a pesar del realismo con que produje aquella carrera equina con la pobre industria de dos cocos, no hubo nominaciones en mi categoría artística y acabé abandonando las tablas para dedicarme al cuento, donde me ha ido, si no me engaño, algo mejor.

 

En fin, por si aquellas bondades que en palabras de Elena aunaban armonía vecinal y divertimento, empeños colectivos y una rara vocación por la cultura fueran pocas, supe pronto que Monleras se alzaba al lado de un embalse lleno de peces que yo aún no había tentado, pero a los que presentía debatiéndose al extremo del sedal. Ya os lo podéis figurar: llegué aquel remoto verano de 1995 y aquí sigo.

 

Para alguien como yo, que identifica el equilibrio emocional con la naturaleza, para alguien que había crecido entre montes y que a medida que se distanciaba de los montes iba asumiendo que la vida razonable les pertenecía, para alguien que encontraba en esos presentimientos la confirmación que le proporcionaba leer a Miguel Delibes o a Miguel Torga, dos escritores que hablaban por las almas campesinas y defendían una dignidad esencial que a mí me parecía más socavada en las ciudades que en el campo, nada resultó tan natural como entenderse en Madrid con un alma que compartía las mismas aprensiones. Elena y Monleras, siempre en su voz, llegaron de la mano y yo tardé poco en saber que quería ser parte del mismo discurso, otra voz, que se sumara a las demás voces de aquel pueblo que resonó siempre en mis oídos, desde nuestras primeras conversaciones en la biblioteca.

 

Las virtudes que yo aprecié en los vecinos de Monleras en mi primera visita –cordialidad y bonhomía, laboriosidad y sensatez– se vieron afianzadas en la gran familia que me correspondió en suerte. En casa de Juanito y Juliana yo fui uno más, que es la mejor manera de ser de una casa. Y lo fui desde que puse el pie dentro por vez primera. No os podéis imaginar cuánto me gustaba aquel barullo tan bien concertado de la mesa llena de gente. Pero, entre tanta boca parlanchina, entre tantas atenciones dispersas que, increíblemente, no se desentendían de ninguna faceta de la conversación –y en esto Juliana era ejemplar, que podía replicar desde la cocina a lo que se trataba en el comedor–, no se descuidaba la atención al forastero. Jamás me sentí yo abandonado en medio del bullicio. Y os contaré otro milagro de la abundancia: nunca faltaba ración para el último que llegara, por más que el último fueran varios y apareciesen a la hora crítica en la que ya estaba hecha la comida. Ocurría muchas veces y siempre se resolvía la necesidad sin sofoco alguno, con la animación de quien aumenta la fiesta con nuevas incorporaciones bienvenidas a cualquier hora.

 

Claro que disponer de una familia tan hospitalaria y tan hacendosa tenía sus riesgos. El mayor que yo pude comprobar fue siempre la inmediatez: si uno necesitaba algo, era mejor pedirlo cuando menos le perjudicara la función de tenerlo que resolver. Digamos que lo recomendable era evitar la hora de la siesta, eludir cualquier momento de reposo o de simple desgana. La pereza era un bien desconocido en aquella casa. Algún agotamiento sobrevenido pagué yo por no haber entendido a tiempo que el principio orientador en la vida de los Curujaos, sobre todo en la del titular del apellido, era un “dicho y hecho” que habría debido figurar inscrito en algún relieve sobre el umbral de la puerta, al menos para orientar a los de fuera. Juanito era acaso el practicante más riguroso de esta inquietud pero la laboriosidad, ejercida según el talante de cada uno, es una condición destacada en mi familia política de la que, me atrevo a decir, salimos beneficiados no solo los allegados sino el pueblo entero de Monleras. Y una labor de generaciones: la abuela Regina, con su paciencia para tejer, dejó un legado de monederos por el pueblo además de una lección de cómo emplear sabiamente el tiempo, costuras de lunes a sábados y lectura los domingos. Y Mari Nieves aprovechó el confinamiento forzado por la COVID para dibujar todas las casas de Monleras. Me parece difícil hallar mejor ilustración a la manera de emplear bienaventuradamente las horas, por no decir la vida, que esta de afanarse en tareas que acaban siendo una obra afortunada para los demás. Me atrevo a decir también que esa fue la lección más valiosa que Juliana y Juanito impartieron en su casa, siempre abierta, como el taller que le servía de entrada. La misma actitud prolongaron en su escuela porque de aquel recinto acertó a salir una enseñanza que, no creo equivocarme, inspiraba una manera de estar en este mundo que han asumido no pocos de los que fueron sus alumnos en Monleras. Después de haber conocido a aquel matrimonio de maestros, su disponibilidad sin horario y su humildad extrema, entiende uno mejor por qué este pueblo no se parece a tantos otros: tampoco sus maestros eran corrientes. Además de Matemáticas y Lengua, enseñaron a muchos niños a ser y en castellano no hace falta añadir nada al verbo para que decir solo ser, sea decir serlo todo.

 

De manera que yo vine a Monleras para quedarme porque el pueblo me ofrecía lo que uno había buscado siempre, y además lo entregaba con una puntualidad y un desinterés que ahorraba las ceremonias de tenerlo que pedir. Con toda llaneza se me ponía delante un modelo de vida que se conciliaba con mi pasado también rural, pero que aquí era más festivo; ante mis ojos se desplegaba un paisaje humanizado y afable, un lugar donde conservar una aspiración que me ha acompañado siempre, la de no vivir desentendido de la naturaleza ni de los hombres. En la conversación con los vecinos y en las charlas con los nuevos amigos afloraba un sentido común que para mí era un referente vital, una huella que yo advertía muy diluida en la gran ciudad donde aún trabajo. Monleras surgió sencillamente como un destino en el que supe que podría hacerme mejor persona, un lugar al que siempre querría volver, un territorio moral en el que reflejarme porque tanto la numerosa familia que me recibió como el pueblo donde había empezado a tener casa eran un mismo espacio apaciguador, un enclave seguro donde uno podía llevar una existencia libre y al mismo tiempo comprometida con el entorno. Una vida en la que uno podía hacer algo por su lugar y hacerlo disfrutando. Una manera, en suma, honrosa y auténtica de ser feliz.

 

Eso pensaba hace unos días mientras pescaba embaído. Y decir embaído es una manera de ahondar en la condición de sentirme de este pueblo. Mejor embaído que embobado. Desde que oí esa palabra, la hice mía, la pronuncio y la escribo. Y con ese recreo, me siento más vinculado a Monleras porque de aquí me llegó esta manera de describir el pasmo y la inopia, esa beatitud de estar distraído donde uno quiere. El lenguaje es un vínculo con la tierra, quiero decir con la tierra que durante siglos ha ido amasando un lenguaje propio y dándole forma e intención. También es una manera de relacionarse con la realidad. Esto se lo digo especialmente a los jóvenes, que acaso no se hayan percatado de que la identidad pasa también por la manera en la que uno se expresa. Escuchad cómo hablan vuestros mayores; vedlos callar, que es uno de los lenguajes más olvidados y más expresivos que existen en medio de este mundo lleno de ruido. Sed diversos, como lo es Monleras: no digáis que la plaza hoy está a tope; la plaza está llena a cogüelmo; no expliquéis que se os metió una espiga en el calcetín; dejad las espigas para Tiago el panadero, que sabe bien qué hacer con ellas, y decid que venís llenos de zarajuelles; no tengáis frío, que eso lo tiene cualquiera, vosotros estad engarañaos; no deis la charleta, ni palique, ni mucho menos la chapa, haced mejor caraba, que es el arte de acompañar con buena conversación y hasta en silencio. Hablando así llegareis a viejos con toda propiedad, porque esa lengua precisa y asentada por muchas generaciones siempre os ofrecerá, cuando la uséis, un tiempo más dilatado que el vuestro, que el nuestro, que el de cada uno. La lengua es más longeva que la vida. Y si en tiempos como los actuales, de hipercorrección en cada gesto, alguno cree que recurrir a las expresiones que toda la vida se usaron en el pueblo es una traición a lo moderno –que, por lo visto, es lo que impera como valor supremo–, reparad en lo siguiente: en cuestiones de género, esa reclamación actualísima de los derechos individuales, Monleras lleva tiempo obrando de forma colectiva y reflejándolo en su manera de hablar. Fijaos: aquí, como en todas partes, tenemos encinas pero, con algo menos de lustre, también brotan encinos; y a las cortinas les hemos opuesto humildes cortinos; y la patata esencial halla un singular consuelo en el patato, más ruin de aspecto, pero capaz de engrandecer cualquier ensaladilla. No dudéis, jóvenes, que el femenino se lleva la mejor parte en estas parejas, al menos la más vistosa. Que otros luchen por alcanzar la paridad. En cuestiones de lenguaje, en Monleras llevamos décadas con esa igualdad resuelta.

 

A mí me gusta mucho decir por ahí adelante algunas de estas palabras nuestras. Siempre se reciben con sorpresa, a veces incluso con admiración porque revelan matices que no es posible expresar mejor con menos letras. Ya que hoy se me invita a hablar, os diré cuál es mi palabra favorita de las que aprendí en Monleras: Entrequedente. Debería aceptarla el colegio de médicos como diagnóstico porque no se puede describir con más rigor un estado vital cuya condición es, precisamente, la falta de síntomas precisos. Un si es no es bueno pero no del todo, un parece que quiero ponerme malo pero no acabo, un no sé qué tengo pero algo tengo. Incluso, aunque esto igual ya es cosa mía, entrequedente, trasplantado al ánimo, sería la ilustración más breve posible de esos estados tan difíciles de describir, esos desasosiegos inaprensibles, esa indecisión entre caprichosa y complacida, ese vago descontento que tantas veces nos complica la existencia porque no lo sabemos descifrar. Mi sueño sería poder pronunciar esta palabra en medio de una gran reunión, en un congreso, por ejemplo de filólogos, uno de esos cónclaves sesudos donde uno piensa que cuánto mejor estaría lejos de allí pescando truchas. Y que alguien me preguntara qué me parece lo que con tanto ardor se argumenta, o mejor incluso, que pasaran lista para poder levantarme tras haber oído nombrar “don Pablo Andrés Escapa”, y responder con voz serena: ¡entrequedente!

 

Unas palabras llevan a otras, sobre todo a los que aspiramos a juntarlas de una manera que no resulte convencional. Y cuando hace unos días repasaba junto al río mi lejana llegada a Monleras, recordé que en mi boda, que celebramos aquí, ya hubo palabras que acabarían siendo parte de la memoria no solo mía sino de la de cuantos vinieron de León para acompañarme. Hubo entonces un envite coral que acabó dando la medida de este pueblo a los que venían de fuera. Con el regocijo de rigor se gritó muchas veces “¡vivan los novios!”, como en cualquier parte. Pero aquello parecía una disculpa para llegar a la coda que completaba la exaltación de los recién casados con un “¡y viva el acompañamiento!”. Os puedo asegurar que todos los de León regresaron aquel día con aquella voz vibrante en los oídos, con aquella aclamación que les tenía en cuenta y celebraba su presencia fuera de sus casas. No estábamos acostumbrados a tanta cortesía. En la cuenca minera donde yo crecí los alardes para saludar a los recién casados resultaron siempre algo más fieros. La voz habitual era un insistente “¡que se besen los novios!”, resuelto en aplausos cuando la pareja, por fin, cedía al ruego. Luego, a cierta altura del banquete, la invocación se hacía más universal, como aquí, abandonaba el ámbito del matrimonio, también como aquí, pero desembocaba en una solución menos colectiva: “¡que se besen los camareros!”

 

Termino. Y quiero hacerlo con una apelación a las fiestas que están a punto de empezar. En el ocio, como en el trabajo, como en la lengua que nos dice, se conoce a un pueblo. Tenemos la suerte de pertenecer a uno que se distingue por su capacidad de integrar, de ofrecer cultura como parte de la diversión, de cultivar una convivencia poco habitual; un pueblo que parece más consciente que otros de su memoria colectiva, una comunidad que se sabe heredera de una disposición a colaborar con el vecino que se diría espontánea, y de unos modales cívicos que también resultan naturales a quien los descubre por primera vez. Pero nada de lo dicho se improvisa. Sin voluntad de conservar esa herencia tan esforzada, sin el empeño individual para hacerla durar, todo lo recibido resulta frágil. Conservemos ese patrimonio. Prolonguémoslo. Disfrutemos sin traicionar lo que con tanto esmero ha llegado hasta nosotros. Divirtámonos con educación y buen humor, participemos en la fiesta sin excluir a nadie. Seamos, también al festejar, ese pueblo que no se parece a tantos otros porque se sabe deudor de unas maneras afinadas por el tiempo. Y son buenas maneras. Seamos, como siempre, lo mejor que sabemos ser.

 

¡viva monleras! y ¡viva el acompañamiento!